El neurofisiólogo era un hombre devoto del saber. No de aquel conocimiento ordenado, académico, que se acumula y se cita, sino de ese saber voraz, sacrificial, que atraviesa al sujeto como una exhalación y no deja forma intacta tras de sí. Había dedicado su vida a una sola pregunta: ¿dónde habita el pensamiento cuando ya no hay palabra? Creyó que, en los sueños, donde el lenguaje no es palabra, hallaría su respuesta.
Su investigación sobre sueños lúcidos lo había conducido, años atrás, hacia el País de las Salamandras. Desde entonces, habían sido incontables las veces que había vivido y soñado con estas tierras. Y más vivido y menos soñado.
Más vivido, puesto que, en sus trances de sueños lúcidos, en los que evocaba el lugar noche tras noche, había morado como un poblador en sus tierras. Más vivido, al sentirse abrasado por su incesante sol ardiente, el cual daba paso a la gélida noche sin atardecer conciliador y en el que se abandonaba de nuevo, a un día sin amanecer, sin horas, y sin tiempo determinado que decretase sobre esas jornadas eternas o fugaces de noches y de días. Más vivido, al beber de sus fuentes, que lo traspasaron de sensaciones sobrehumanas, más allá del placer y del dolor. Más vivido, al cohabitar con sus habitantes, tan distantes como hospitalarios, que lo acogieron en sus dominios, le ofrecieron hospedaje en sus blancas casas-cueva de rocas, y lo obsequiaron con deliciosos manjares que fundían los sabores de la carne, la fruta y el vino en el mismo bocado.
Y menos soñado, pues cada vez eran más las sombras que le acechaban entre los pliegues de la realidad, desvaneciéndose las fronteras entre lo consciente y lo inconsciente. Y menos soñado, puesto que resultaba cada vez más costoso adentrarse en el viaje deseado a las tierras de las salamandras, a pesar de haber desarrollado una fluida habilidad, casi natural, en la experimentación de sueños lúcidos. Y menos soñado cuando atónito, estupefacto y fascinado, descubrió, una mañana al despertar que, sobre su mesa de noche, reposaba una cajita tallada en jaspe rojo con un relieve de dos salamandras. Esa caja fue un obsequio que recibió del mismo soberano del País de las Salamandras, el Emperador Oromasis, en una de sus visitas al reino onírico. Ahora estaba allí, sobre una mesa del mundo no onírico.
La imposibilidad de tránsito a su tierra anhelada cada vez que lo demandaba, le provocaba una tremenda desazón que rozaba lo desesperante. Intentó descubrir el motivo, el elemento que le impedía realizar su viaje cada vez que lo deseara. Y tras meses (o quizás años, puesto que el tiempo ya había perdido el sentido para el doctor) de estudio y experimentaciones en la inducción del sueño, descubrió que, con una determinada frecuencia sonora, no solo se lograba inducir el sueño de manera casi inmediata, sino que estos sueños siempre eran del todo lúcidos. Y con esta premisa continuó incesantemente su búsqueda hacia el factor que desencadenase, no solo la lucidez, sino la entrada directa al País de las Salamandras.
Así, el doctor encargó elaborar un artefacto capaz de generar estas ondas cerebrales para lograr el sueño lúcido súbito, a partir de las señales sonoras que emitía. Averiguó que, con una frecuencia determinada de hercios, se podía inducir el sueño y que, utilizando otra frecuencia diferente, se sucedía un sueño lúcido inmediato.
A la Máquina a llamó Oniro. El dispositivo conectaba el córtex visual con un sistema de retroalimentación sináptica, permitiendo al sujeto soñar lo que deseara sin perder conciencia. No era una máquina cualquiera. Era una puerta.
El neurofisiólogo ensayó la aplicación del artefacto con pacientes voluntarios, algunos de ellos con disomnias resistentes a la medicación y otros, con parasomnias como terrores nocturnos. Todo fue un éxito. Los voluntarios regresaban con relatos que rozaban la poesía: catedrales de agua, geometrías vivas, memorias de vidas no vividas.
No se demoró en extenderse el tratamiento al ámbito sanitario nacional e internacional. No se demoró la oferta de un laboratorio farmacéutico para obtener la patente del artefacto. Y no se demoró la compañía en comercializarlo. Al principio, con fines terapéuticos. Después, con fines lúdicos. Fueron muchos los curiosos y fueron muchos los ya conocedores, pero igualmente buscadores, de experiencias más allá de la realidad tangible. Multitudes caprichosas por la oportunidad de adentrarse y explorar los mundos oníricos.
Sin embargo, lo que comenzó como una simple curiosidad para unos, o deseo y búsqueda de iluminación para otros, pronto se tornó hacia lo impensable. Surgió el deslizamiento. Algunos no querían volver. Otros regresaban confundidos, incapaces de separar sueño de vigilia. Uno en particular volvió sin lengua: no físicamente, sino simbólicamente. Hablaba, pero ya no decía. La mayoría de ellos cayeron en una obsesión absoluta por soñar. Miles de personas sucumbieron bajo el aparato en una profunda dependencia al sueño lúcido. Así, las horas y los días se consumían al mismo tiempo que los adictos al artefacto. La adicción a la lucidez onírica se convirtió en una plaga que arrasó con más fuerza que cualquier enfermedad o droga conocida por el hombre hasta el momento. Así, fueron muchos los que abandonaron sus trabajos y muchos los negocios que clausuraron. Las calles, más despobladas que antaño, eran el resultado de todos aquellos que quedaron confinados en sus hogares, que ya no salían de ellos, que ya no se relacionaban con otros y que no deseaban otra cosa que dormir y soñar. Escapar de la adversa realidad o vivir una onírica vida deliciosa.
No tardó la adicción en convertirse en muerte. No tardó en retirarse el Oniro del mercado. Y no tardó en extenderse un amplio mercado negro en torno al aparato que movilizó mafias y tráfico ilegal del producto. Se habló de la “crisis del sueño”.
Fue durante el trascurso de la crisis, en una noche de febril desesperación, cuando el neurofisiólogo, en su último trance, creyó vislumbrar la silueta de Zu. No como revelación, sino como advertencia. La Entidad no hablaba, pero su presencia vibraba en el aire como una advertencia no codificada. Comprendió entonces que había cruzado una frontera que no se le había concedido atravesar.
Lo que había creado no era una máquina, sino una Configuración de los Lamentos: un artefacto que, al ser activado sin el rito, abría no una visión, sino una fisura. La cajita no era un instrumento del deseo, sino de su desborde. No ofrecía respuestas. Mostraba la imposibilidad misma de formular la pregunta.
Los últimos registros del neurofisiólogo fueron hallados en su laboratorio, garabateados con símbolos arcaicos, mezclando fórmulas científicas con fragmentos del Carnis Liber. Una frase se repetía en cada página: “Quien atraviesa sin ser llamado, pierde la carne antes que el alma.”
El doctor falleció, desnutrido, deshidratado y confinado en su hogar. Adicto al sueño, perdió la vida durmiendo. Y, posiblemente, soñando con el País de las Salamandras.
Con el tiempo, el Oniros desapareció. Algunos dicen que todos los artefactos fueron hallados y desmontados. Otros, que simplemente fueron absorbidos por la grieta que habían abierto. Lo cierto es que, desde entonces, toda búsqueda de conocimiento sin estructura, sin límite, sin Dominio, lleva la marca invisible de aquel que soñó más allá del lenguaje y no supo volver.
El conocimiento, recordó Zu, no es solo lo que se obtiene. El dolor que provoca es indivisible del deseo de saber.