Laguna esculpía. No mármol ni bronce. Esculpía cuerpos. No los suyos, los que aún no habían sido creados. Los que aún no habían sido sentidos. No en cuerpos precursores, sino sobre piedra inerte que tomaba tal realismo como si de carne orgánica se tratara.
Sus esculturas no eran estatuas, sino fragmentos de sensación detenida. Una garganta que gemía sin sonido. Una mano que imploraba algo que no existía. Un pecho exhalando lo que nunca respiró. No copiaba modelos. No usaba bocetos. Esculpía desde dentro, como si su nervio óptico hablara directamente con la piedra.
Decía que no pensaba, que solo sentía, y que el tacto era su única musa. Cada figura que emergía de su estudio estaba viva de otro modo: Imaginaba como temblaban cuando se tocaban, como se estremecían si se les nombraba con ternura. Aunque algunos aseguraban haber oído a alguna de ellas susurrar, con la lengua aún por tallar.
Cierta noche, Laguna escuchó un rumor, murmullos. Un siseo que podría deberse al viento contra las ventanas. Oyó una palabra, un nombre: Hul-nam-hul. Al principio esta palabra no significó nada para él. Pero pasaron los días y le era imposible extirparla de su cabeza. Extirparla porque era como un tumor, como un invasor. Extirparla porque era como un usurpador de pensamientos que le impedía crear. Buscó este nombre. Buscó su significado. Buscó el motivo de por qué lo obsesionaba. Y lo encontró: Una antigua entidad, más antigua que la antigüedad misma. Representaba a la sensación. A los sentidos extremos. Al dolor y al placer absolutos e indivisibles. Y fue entonces cuando se percató. Sintió como si durante años hubiese estado cegado, incompleto de visión, sordo, sin paladar, sin olfato, sin tacto: Le faltaba sentir. Sentir para crear realmente. Sentir al límite de sus sentidos. Sentir al extremo. Sentir como sus obras. Sentir lo que se siente al ser creado.
Laguna dejó de producir. Cerró su estudio. Tapió las ventanas. E invocó a la entidad muchas veces. No ocurrió nada. No era digno.
Así, la decisión fue tomada en silencio. Preparó una cámara en su taller. Allí dispuso todos sus instrumentos. Pero no para tallar la piedra. Sino para ser tallado. Y su carne se ofreció al gesto.
El primer corte fue doloroso. El resto, insufrible. Laguna no se derrumbó desmayado. Una sensación extraña comenzó a tomar parte de él. Una especie de despersonalización. Una alienación que no pudo describir y que lo derribó al suelo. Seguía sintiendo el dolor, pero sin temor, sin miedo.
Y, fue entonces cuando ante sus ojos tomó forma: Hul-nam-hul. Horrible. Bello. Espantoso hasta la locura. Sublime hasta lo exquisito. La entidad se dirigió a él:
-¿Quieres sentir?
– Quiero sentir, ser sentido. ¿Puedes hacerlo?
-Puedo. Pero no como tú crees.
-Hazlo.
-No habrá vuelta atrás. ¿Entiendes eso y consientes?
– Hazlo.
-Está hecho.
-Pero ¿cómo…?
– Tu eres artista. Continua tu última obra.
La entidad desapareció.
Laguna retomó su trabajo. Su piel tenía otra textura. Se tallaba como las piedras con las que trabajaba. Poco a poco fue materia. Su grito fue herramienta. Durante siete días, sus manos se giraron hacia sí mismas. Esculpió su propio torso hasta desdoblarlo. Excavó su espalda como si buscara en ella una emoción aún no conocida. Cuando finalmente dejó caer el último cincel, su cuerpo no era cuerpo. Era forma.
Con un sonido extraño las esculturas de Laguna comenzaron a moverse. Ahora formaba parte de ellas. Quieto, en su estado, contempló como lo rodeaban. Cómo lo abrazaban. Como lo moldeaban. Comenzó a comprender: ellos querían esculpirlo. Y supo entonces que la verdadera Obra iba a comenzar.
Lo sujetaron con fuerza. Dos criaturas situadas detrás de él le inmovilizaron la cabeza y le levantaron los párpados. Lo primero serían los ojos, tenía que tenerlos bien abiertos para que pudiera ver todo el proceso. Una figura incrustó la espátula por encima de ambas cuencas: El hueso cedió en un chasquido seco acompañado de un gemido del artista. Para la sorpresa de Laguna, no había perdido ningún ojo, ni siquiera se había fracturado el cráneo. El hueso había dado de sí como si fuese chicle, haciendo de sus órbitas oculares dos espacios enormes. El dolor fue horrible. Podía contemplar todos los ángulos de la habitación.
Las esculturas de Laguna, irregularmente anómalas, extraordinariamente asimétricas, pretendían dotar a Laguna de una nueva dimensión de materia. Hundieron sus apéndices, se fundieron para traspasar su cuerpo. Con esa forma anormal era incapaz de articular palabra alguna. Silencio: no hay sitio para los lamentos, sin gritos, sin gemidos. Solo sensación. Notaba su mandíbula inferior deformada y doblada sobre la superior. Laguna desvalido, indefenso, desamparado, impotente. Sentía los tendones estirándose bajo su piel, los huesos tomando forma sin romper la carne que los cubría. Era un ser de molde, una escultura en vida llena de dolor. Los engendros trabajaban con precisión, desmenuzando, rompiendo, quebrantando las articulaciones en concisos movimientos. Con cuidado, sin menoscabar ninguna parte de la ya deforme anatomía de Laguna. Despacio, el arte no tiene prisa. Tenía la espina dorsal a la vista y las vísceras enganchadas a un nuevo apéndice inidentificable. Hubo una perfecta separación de los huesos de sus caderas y su nueva reorganización: una inaudita concepción del sexo. Una criatura acercó su mano-zarpa y sagazmente comenzó a desparramar jirones de carne por el suelo. Le entretejían mientras tanto sus tendones en ovillos imposibles. Algo lo estiró por detrás el doble de su anchura y luego sintió como sus piernas y brazos se comprimían en un espacio en exceso reducido. Descomunalmente asombroso, formidable e inaudito a la vez. Laguna ya no era ser alguno. Los nervios de su cuello se quedaron al descubierto con un chasquido seco seguido de un sonido burbujeante. Sobrepasando lo humano, Laguna temblaba moviendo sus apéndices frenéticamente. Laguna confeccionado, absurdo, incomprensible, ilógico. Extraño, desproporcionado, contrahecho, deforme, degenerado. Laguna pura maraña, paradójico, original, abierto, vivo. Laguna escultura real.
El artista no murió. Pero tampoco vivió como antes. Estaba allí, inmóvil, entre sus obras. Cada visitante que lo miraba sentía algo distinto: algunos lloraban sin saber por qué. Otros temblaban. Otros sentían nauseas. Otros sentían un placer enorme solo contemplado esa escultura.
Una inscripción apareció en el muro del estudio, escrita con sangre que no coagula: “Quien desea crear, primero debe ser creado.”
Desde entonces, su nombre ya no es Laguna. Es Forma Afectada. Porque toda carne que se deja sentir más allá del símbolo, se convierte en estructura viva del Dominio. Y toda forma que afecta, está aún en transformación.