Era un agujero (Una leyenda de Ne)

Agujero

Huir del miedo es regar su semilla. Pues quien corre, alcanzará una legión.

Matarlo sin conocerlo es cederle tu poder. Pues quien lo enfrenta sin ser su cautivo, provocará la guerra.

Escucharlo y darle nombre es hacer de tu lobo un guardián. Pues quien lo domestica como al fuego, tendrá su luz en la oscuridad.

(Fragmento del Carnis Liber)

El joven halló una hendidura profunda entre las grietas de una montaña, a nivel del suelo. Una garganta de piedra que se tragaba la luz.

Dentro, oscuridad, silencio y un hedor como la carne podrida.

Fuera, un tiempo intempestivo que se dejaba entrever en la entrada de la cueva. La tormenta continuaba en el exterior.

Las paredes húmedas y retorcidas de la cueva parecían tragar los sonidos. “Este será nuestro refugio”, pensó. Pero aquello no era un refugio. Era una fosa. Una sepultura. Era un agujero.

Los truenos no eran lo peor. Los rayos, sí. Lo aterraban desde niño. Aquella noche antigua… la aldea devastada por la tormenta. Un anciano corriendo en llamas, berreando sin sentido. El viejo gritaba y gritaba antes de caer. El rayo lo alcanzó como una sentencia sin piedad: estallido, luz cegadora y un cuerpo que se dobló como un muñeco de trapo mojado. Tras convulsionarse en movimientos grotescos durante unos segundos, el viejo quedó rígido, con los brazos en cruz, el cuerpo humeando y la piel inflada en ampollas. Nunca pudo olvidar ese olor. Olor a carne quemada. El niño que fue, lo contempló todo con los ojos muy abiertos por el miedo. Desde entonces, no pudo mirar al cielo sin pensar en la muerte quemando desde arriba.

El agujero los protegía. Pero también, con el paso de los días, les robó el tiempo, el hambre y la sed. Les robó el consuelo. Alimentarse de alimañas se volvió costumbre. Beber de charcos sucios, rutina. El miedo no se extinguió, solo se silenció.

Su padre lo visitó en sueños. Como aquel día en la aldea, lo contempló y comprendió el miedo del niño. Le habló a su hijo con calma, pausadamente y mirándolo fijamente a los ojos: “Conocemos que la muerte nos alcanzará a todos. Pero no conocemos ni cuándo ni dónde. Escucha, hijo, un día moriremos, pero no lo haremos el resto de los días ¿Lo comprendes?”. El muchacho asintió, pero no comprendió.

Uno de los mellizos dejó de hablar. La pequeña no hacía más que llorar y temblar. Su vientre hinchado parecía un globo. La piel, ampollada y llagada, comenzó a descamarse en jirones. Los labios rotos, la lengua inflamada, los ojos vidriosos. Luego vino la diarrea líquida como barro, los vómitos biliosos, los estertores y la muerte. Repentina, inevitable.

Esa noche, el olor a carne despertó a los mellizos. Su hermano mayor había encendido un fuego. En el centro, un cuerpo se asaba, crepitando.

Unos deditos pequeños y ennegrecidos se retorcían al calor. Los globos oculares, derretidos como yemas al fuego. Ya no quedaba pelo. La cabeza, pelona, era un balón negro. Las costillas, a medio carbonizar, crujían al estallar. Un trozo de muslo chorreaba grasa sobre las brasas, crepitando suavemente.

El horror se mezcló con el hambre. Y, ante ese espanto, se les hizo la boca agua. La naturaleza no distingue de pudor. La naturaleza no distingue de escrúpulo. La naturaleza distingue de supervivencia. Comieron. Lloraron. Gozaron.

El sabor era sublime. Dulzón, ahumado, tierno. La culpa les partía el alma, pero la lengua no dejaba de saborear. Sus sentimientos nadaban en una mezcla de asco y placer. Un placer paradójico.

El muchacho soñó con Ne esa noche. Una deidad de carne. La vio sangrante, sin rostro, con senos abiertos por la mitad y una lengua hecha de tendones. Le habló en un idioma hecho de susurros y chillidos bestiales. Al despertar, recordaba interrogantes que negó por miedo. Recordaba a Ne demandando un consentimiento que él no concedió por miedo. Recordaba una frase: “Dentro está la carne eterna”, que le originó miedo. El resto lo había olvidado. No quería recordar.

Esa mañana dijo:

—Hoy nos adentraremos más. Dentro hay más comida.

Uno de los mellizos, el que aún podía hablar, replicó con voz temblorosa:

—Hermano… ¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—¿Qué importa? Aquí estamos a salvo. Afuera solo hay tormentas… y peligro.

—Aquí hay algo peor. El miedo crece en la oscuridad. No se ha ido. Se ha hecho carne… en nosotros. Déjanos salir de la cueva. Estoy harto de tener miedo al miedo. Tú puedes quedarte en la cueva si quieres. Nosotros te traeremos comida tres veces al día y abrigo en invierno. Vendremos a visitarte para que no te sientas solo. Si nos adentramos en la cueva, no podremos encontrar el camino de vuelta. Nos perderemos. No saldremos nunca de aquí.

—Exacto. Veo que lo has comprendido: No saldremos nunca de aquí.

La conversación terminó sin consumación y con resignación.

Esa noche, el olor despertó al mellizo mudo. Olía a carne. Su hermano mayor había encendido un fuego. En el centro, un cuerpo se asaba, crepitando. El olor le hizo la boca agua.

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Carnis Templi Ordo (CTO)
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